Entonces
tenemos a esta porción de materia exótica, auto-replicante y conciente.
Confinada a un espacio que ocupa moviéndose como en instantes
fotográficos entre el espacio y el tiempo. Recluida en una brutal
frontera que lo separa, primero de lo que no es conciente y luego de lo
que no existe. Así se mueve por el universo hasta que inevitablemente
esas fronteras se colapsan o desaparecen y deja de existir lo que fue
conciente, por lo que se vuelve inconciente también.
En
medio de todo esto, esa materia se manifiesta y emite unas señales que
transgreden esas fronteras brutales. Esas señales huyen, escapan como
poseídas, frenéticas hacia un inmenso infinito. Viajan a través de lo
extraño y lo inconciente, para luego, tal vez con algo de suerte,
transgredir otras fronteras parecidas. Así es como dos cápsulas
concientes y existentes se unen de algún modo por algún momento, a
través de un infinito.
Se
postula la siguiente idea, que en ese vínculo endeble e insuficiente
está el sentido de la vida; en la otredad, en esa comunicación mística.
Pero ese puente esta desfigurado y transfigurado, es intermitente, es
incomprensible y es demasiado somero. De aquí puede partir la
elaboración lógica de que el sentido de la vida es el arte, la
construcción de un gran puente, magnifico y donde caben todos.
Pero
que puede ser el arte, si no un gran consuelo, un bellísimo consuelo.
Cuando lo único que queremos es incluir todo el infinito en nuestra
pequeña cápsula.