lunes, 28 de julio de 2008

Mentira II


Abel iba caminando por las calles de la ciudad pero no miraba por donde lo hacía. Su turbación lo llevó a vagar por varias horas entre mercados, coladeras destapadas, parques con más café que verde y la ansiedad hecha carne en los habitantes. No importaba el tiempo ni la luz, que poco a poco disminuía. Esta divagación corpórea tenía paragón en su mente. Cada paso que daba era un pensamiento más. Ninguno importante. Cada una, y más allá, cada parte de cada idea era inconsecuente. Y fue precisamente ese día en el que dio cuenta de ello.
Fue un momento de amplia frustración o podría ser que desde algún punto de vista espiritual, popular en este país, uno de iluminación. Había ocurrido por la tarde. Comía fuera de la estación Nativitas de la Línea 2 del Metro que corre sobre Calzada de Tlalpan. Trataba de alcanzar un pedazo de papel estraza que actuaría como servilleta para borras los trazos de salsa de la comisura de sus labios y de su insipiente barbilla. Sus lentes se resbalaron por su nariz y orejas por el exceso de sudor. Suspiró. Los 120 Kilogramos en sus 1.70 metros de estatura hacían del simple movimiento de agacharse toda una proeza. Con respiración agitada y perlando aún más su faz lo logró. Se colocó sus lentes de nuevo pero lo que veía había cambiado. Trató de enfocar, pero no.
Lo que antes era un negocito de deliciosas viandas se convirtió en un sucio trueque de necesidades. El tráfico a la vista era el comportamiento más salvaje y carente de lógica que jamás hubiera visto. Su portafolio era un estorbo, un peso atado a su mano, que lo esclavizaba.
Todo se simplificó.
Todo por lo que había trabajado en su vida, le dio asco.


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